Octavio Rodríguez Araujo
Uno de los aspectos que caracterizan la crisis del México de hoy es el Estado y su régimen político, y no porque el primero no cumpla con su naturaleza de clase, sino porque al cumplir con ella en la lógica de la globalización neoliberal está llevando al país a la ruina, beneficiando sólo a unos cuantos. El régimen político que se ha instaurado es funcional a este Estado; ambos están alineados en la misma dirección, pero el papel de este régimen lleva en sus entrañas un conflicto de gran magnitud que sólo se podrá resolver por la negación del Estado como expresión de la nación y no sólo de los intereses económicos globalizados o por la afirmación del Estado nacional en el que las mayorías de la población sean beneficiarias también del crecimiento económico (lo que se ha llamado desarrollo nacional).
Esta disyuntiva ha sido ya considerada incluso por instancias multinacionales como el Banco Interamericano de Desarrollo, pues la alta concentración mundial de capital, dominada por unas 200 empresas, pone en riesgo al capitalismo como tal, y al planeta en su conjunto. La prescindibilidad de naciones y regiones, típica de la mundialización neoliberal en sus inicios, ha comprobado que no es viable, pues los mercados necesitan ampliarse para garantizar la salud del capitalismo como sistema. Hay voces autorizadas que nos proponen regresar, aunque sea parcialmente, al desarrollo nacional (con todo lo que esto implica en términos del fortalecimiento de mercados internos eficientes) y que tiene mucho que ver con políticas de empleo y con disminución de la pobreza y de la marginación.
Muchos empresarios mexicanos no han entendido esta situación, y muchas de las empresas extranjeras de tipo trasnacional tampoco. Los primeros porque son empresarios atrasados dominados por una ideología inmediatista de dinero fácil y rápido, o porque son socios, aunque menores, del capital trasnacional; los segundos porque sus intereses internacionales, mundiales de hecho, todavía se ven satisfechos con los mercados existentes. Estos son los que han apoyado las políticas neoliberales de los gobiernos mexicanos desde Miguel de la Madrid hasta la fecha, son los que apoyaron la campaña de Felipe Calderón para que les siga sirviendo desde la Presidencia de la República. La continuación del régimen político neoliberal y tecnocrático es garantía para los intereses mencionados, y para éstos el país como nación soberana no tiene ningún significado, salvo como territorio donde pueden hacer grandes negocios con mano de obra barata.
Para ellos el gobierno federal mexicano, como el de otros países del tercer mundo, es equivalente a una gerencia empresarial o, en el mejor de los casos, a un gobierno municipal cuyas atribuciones son dotar de servicios a la población en aquellos rubros no rentables para el capital, mantener relativamente sana y educada a la población trabajadora necesaria para las empresas (el resto no importa), cuidar la estabilidad social y política imprescindible para la seguridad de las inversiones y, no menos importante, facilitar el control de bienes nacionales energéticos, ecológicos y de interés público y nacional, en una lógica neocolonial de saqueo.
Los gobernantes del México neoliberal, que más bien parecen gerentes o presidentes municipales, han demostrado su subordinación a esos intereses mencionados con sus afanes por privatizar el petróleo y la electricidad para que sean adquiridos por el mejor postor, como ya lo han hecho con una gran cantidad de empresas públicas y como lo quieren hacer (y ya lo han logrado en parte) con la educación hasta su nivel superior y con el agua y otros servicios vitales. La salud está también considerada en esta dinámica. Son gobiernos que en lugar de promover un mayor empleo, regulando al capital, quieren e insisten en aumentar impuestos en medicinas y alimentos básicos para allegarse más recursos económicos en lugar de ampliar la base del empleo que en la actualidad, según el INEGI, tiene un déficit de 6 millones. Son los mismos gobiernos que han permitido y tolerado un enorme crecimiento de la economía informal, entre otras razones para garantizar la paz social, como un paliativo circunstancial y efímero que no desarrolla al país pero que mantiene, como la emigración y las remesas derivadas de ésta (de 24 mil millones de dólares anuales), en niveles todavía soportables a millones de familias pobres del país.
Un estudio del Fondo Monetario Internacional complementado por otro del INEGI revela la dramática situación del país por lo que se refiere a la economía informal y sus repercusiones fiscales. El valor de la economía informal se expandió hasta alcanzar un tamaño equivalente a un tercio del producto interno bruto (PIB), una de las proporciones más altas del mundo, y que representa que por estos canales fuera de fiscalización se mueven 284 mil millones de dólares cada año. El INEGI, por su lado, establece que el tamaño de la economía informal en México supera al de la actividad industrial (manufacturas, minería, construcción y electricidad, gas y agua) y agropecuaria, silvícola y pesquera, que aportan 26.6 y 3.9 por ciento del producto interno bruto cada una, para un total entre los dos sectores de 30.5 por ciento (véase La Jornada, 12/10/06). La válvula de escape que significa la economía informal permite que haya una relativa estabilidad, pero a un costo a futuro muy alto en términos de desarrollo nacional.
Hay sospechas de que este modelo económico continuará con Felipe Calderón, entre otras razones porque Agustín Carstens forma parte de su equipo. El ex funcionario del FMI, a pesar de que reconoce que las medidas del fondo y del Banco Mundial, conocidas como el Consenso de Washington, ya han sido rebasadas, planteó que la propuesta de Calderón de aumentar la inversión privada en Pemex y de aplicar impuestos generales es acertada. Lo mismo se dice en electricidad y en otros negocios que implican elementos estratégicos para el país y su población, como el agua ya mencionada.
Así nos irá, si nos dejamos.
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